lunes, 27 de junio de 2011

UN DISCURSO QUE VALE LA PENA LEER

SER INTELECTUAL O SER ARGENTINO


Señor Decano, autoridades de la facultad, docentes, compañeros de las diferentes carreras que reciben el Diploma, señoras y señores.
Debo comenzar con una advertencia: estas palabras no pretenden representar a la totalidad de los graduados de hoy. No puedo hacerlos cargo de algo que no fue consensuado y en lo que tal vez no concuerden, ni puedo arrogarme el derecho de expresar su voz porque no conozco sus ideas. Quiero felicitarnos a todos por el esfuerzo de tantos años; de alguna manera se termina de cerrar una etapa. Pero como decía Atahualpa Yupanqui, “el que piensa que ya llegó, es porque todavía no empezó a caminar”.
Este acto, que algunos podrían despreciar catalogándolo como una ceremonia burguesa, es a mi modo de ver una afirmación de la educación pública y de nuestro compromiso con ella. Los que tenemos la suerte de poder estudiar y dedicarle años a una carrera, solemos perder de vista esta cuestión. Por eso no me sorprende que los que más valoren la Universidad Pública sean aquellos que no tienen acceso a ella.
Yo quiero destacar mi pertenencia a la educación pública: la escuela primaria, la escuela secundaria y la Universidad las realicé en colegios del Estado. Soy un resultado de la educación pública y mi agradecimiento al pueblo argentino es proporcional a la deuda que con él mantengo por haber financiado mis estudios durante casi 20 años; ojala a lo largo de mi vida pueda saldarla. Quiero agradecer también a mi familia por el apoyo y porque nunca me faltó nada, y es más fácil estudiar con la panza llena; a mis amigos por las horas que dejamos de compartir, a mis compañeros de facultad y a los trabajadores docentes y no docentes, porque sin ellos es imposible estudiar. Se equivoca el que piensa que cursar una carrera y recibirse es un acto meramente individual.
Debo señalar que comencé la escuela en 1991 y terminé 5to año en 2002. Quiero remarcar estas fechas, porque son los años de inicio y final de la convertibilidad que devastó a la Argentina, como culminación de un modelo neoliberal implementado a partir del 24 de marzo de 1976. Tuve que anotarme en la facultad a fines de 2002, año en que el imperialismo yanqui daba a conocer una de sus salidas para la crisis de nuestro país. Rudiger Dornbusch proponía convertir directamente a la Argentina en una colonia de Estados Unidos, ya no sólo diseñando nuestra política sino ejecutándola con funcionarios extranjeros.
Comencé el CBC al año siguiente. Elegí la carrera de Ciencia Política sin grandes ilusiones, no por la carrera sino por el momento del país: no había horizontes ni futuro. La dependencia económica y la injusticia social reinaban impúdicas. Pero un 25 de mayo – una vez más – cambió la historia.
Por eso insisto: estamos acá defendiendo la educación pública. Y se la defiende con convicciones y con compromiso. Porque la lucha por la educación pública recupera parte de lo mejor de nuestro patrimonio histórico: los revolucionarios de Mayo – que fueron los pioneros en esta como en tantas otras cuestiones -, la Reforma del 18 en tiempos de Hipólito Yrigoyen, la Constitución de 1949 y el decreto 29.337 del 22 de noviembre del mismo año que estableció la gratuidad de la Universidad en tiempos de Juan Perón y Eva Perón, las Cátedras Nacionales de fines de los 60’ cuyas banderas fueron retomadas durante la intervención de Rodolfo Puiggrós, cuando la UBA se llamó Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires, los ideales de los compañeros desaparecidos por el genocidio de la última dictadura cívico-militar y la resistencia a las políticas que intentaron privatizar la educación durante la segunda década infame. Estoy convencido de que este compromiso en la defensa de la educación pública implica dar la batalla cultural adentro de la Universidad para discutir qué modelo de Universidad queremos en el marco de qué modelo de país.
Sí, dar la batalla cultural, porque me pidieron que fuera breve y entonces estas palabras podrían terminar acá con un agradecimiento y nada más, pero eso sería dejar en la puerta de esta facultad mis convicciones más profundas. Y como nos enseñó el compañero Néstor Kirchner, a las convicciones no hay que dejarlas en la puerta de ningún lado.
Si hacemos un repaso de la currícula de las diferentes carreras, vamos a notar una ausencia notoria del pensamiento nacional. Por derecha y por izquierda, la música antinacional se impone en la Facultad de Ciencias Sociales y en toda la UBA. En el caso de Ciencia Política, esto es tan evidente como grave: no hay ninguna materia obligatoria sobre pensamiento político argentino. Los convoco a constatarlo por ustedes mismos, revisen la bibliografía de las materias y se asombrarán de los autores que leemos para dar cuenta de nuestra realidad: hay griegos, italianos, franceses, alemanes, ingleses, yanquis y rusos, pero muy pocos argentinos, y los que son argentinos la mayor parte de las veces son repetidores que recogen de aquellos sus esquemas teóricos y sus categorías analíticas.
Hay que decirlo aunque nos dé vergüenza. Desconocemos la influencia de Rousseau y los contractualistas en la Revolución de Mayo; no tenemos noticias de la existencia del “Plan de Operaciones” redactado por Mariano Moreno, que es el programa de la Revolución de Mayo; leemos “El Federalista” para conocer las bases del sistema de EE.UU. y no sabemos nada del pensamiento federal de José G. Artigas y Manuel Dorrego; no estamos enterados de que el pensamiento de Alberdi reconoce distintas etapas, y si con Bases… dio sustento a las ideas sarmientinas, en sus Escritos Póstumos cuestionó con una lucidez notable al liberalismo oligárquico del unitarismo mitrista y defendió a los caudillos como expresión de la democracia popular; leemos a C. Marx, M. Weber, Giovanni Sartori y desconocemos a Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche; estudiamos el pensamiento político de un líder revolucionario como Lenin y no el pensamiento político de otro líder revolucionario como Juan Perón.
El listado es interminable y todo conduce a que no sepamos quiénes somos, qué polémicas, conceptos, identidades recorren nuestra historia, en definitiva, todo está orientado a impedir la formación de una conciencia nacional. Esta deformación que se introduce a los estudiantes desde el inicio, se reproduce como consecuencia lógica en las investigaciones académicas y como consecuencia dramática en la acción política del movimiento estudiantil.
Esto no es casual, pues la Universidad no fue concebida por los sectores dominantes para que se gesten allí las ideas de cambio social que atentan contra sus intereses, sino para difundir sus valores y su visión del mundo –las “zonceras”– y hacerlos pasar como los de toda la sociedad, generando una brecha entre el movimiento obrero y el movimiento estudiantil que lleva a este último a la impotencia y a la esterilidad, cuando no a la militancia activa en las filas del enemigo.
Como decía Arturo Jauretche, “a la estructura material dependiente de un país, le corresponde una superestructura cultural destinada a impedir el conocimiento de dicha dependencia”. Es decir: vasallaje económico y coloniaje cultural como las dos caras de la dominación semicolonial, y las ideas reemplazando a las armas para impedir que pensemos como argentinos y latinoamericanos. Por eso abundan las cátedras liberales que cantan loas de nostalgia al país granero del mundo del Centenario, pero también aquellas que tiran fuegos artificiales hablando de la revolución perfecta y pura, en tanto que nada dicen -unas y otras- de la existencia de una cuestión nacional irresuelta –entendida como liberación nacional y unidad de la Patria Grande Latinoamericana y cuestionan las revoluciones reales y los avances concretos del pueblo argentino por no encajar en sus modelos teóricos importados.
De allí la necesidad de dar la batalla cultural con el cuchillo afilado del pensamiento nacional. Para pensar en nacional, como argentinos, hay que “ver el mundo desde aquí”, y esta fórmula tan sencilla implica una revolución conceptual. Por eso quiero reivindicar hoy en esta casa de estudios a los pensadores nacionales como R. Scalabrini Ortiz, A. Jauretche, Juan José Hernández Arregui, John William Cooke, Jorge Abelardo Ramos, Manuel Ugarte, Alcira Argumedo, Rubén Dri, Norberto Galasso, y tantos otros que nombro con ellos, no solo pensadores sino artistas, obreros y líderes populares, porque han sido desterrados a los suburbios de la ciencia, acusados de no tener rigor académico ni valor teórico. Esto no debe sorprendernos porque son estos autores quienes impugnaron desde el arrabal de la academia el discurso dominante de la oligarquía y sus servidores, y por ese motivo fueron convertidos en “malditos”, silenciados, olvidados, deformados o injuriados. De este modo se cerraba el círculo: al pueblo se le negaba su condición humana (“la barbarie”, “el aluvión zoológico”) y al conocimiento surgido de sus luchas, la potencialidad teórica.
Hay que decir algo más, aún a riesgo de volverme definitivamente cansador para todos ustedes. Así como no todo pensamiento hecho por argentinos es nacional – precisamente porque existe el aparato cultural de la colonización pedagógica que hace que nos miremos a nosotros mismos con los ojos de nuestros opresores -, el pensamiento nacional tampoco implica la negación de las ideas nacidas en otras latitudes, es decir, no es xenófobo, sino que se apropia o asimila críticamente las ideas surgidas en otros países si estas sirven para abonar el árbol local. Como decía J. W. Cooke: “Las ideas no son exóticas ni vernáculas. Lo que hace que una ideología sea foránea, antinacional, no es su origen sino su correspondencia con la realidad nacional y sus necesidades. El liberalismo económico era antinacional no porque lo inventaron los ingleses, sino porque nos ponía en manos de ellos. Pero las ideas que sirven para el avance del país y la libertad del pueblo son nacionales”.
Hay que tener en cuenta que las ciencias sociales no son un enigma al que sólo tienen acceso unos pocos iluminados, es el mismo pueblo que reflexiona sobre su experiencia para desatar toda su potencia en la acción. Tampoco podemos olvidar que la experiencia política de las masas populares en América Latina en general y en nuestro país en particular, se dio por medio de los movimientos nacionales. La ciencia política nacional es, entonces, la reflexión sistemática sobre esos movimientos de liberación que conforman la experiencia histórica y la acción concreta del pueblo.
Esta reflexión hecha desde la mirada de los sectores populares se halla ausente en la facultad. Por eso cuando se abordan los movimientos de liberación nacional se los descalifica como movimientos fascistas, antidemocráticos, burgueses, populistas, sin comprender su naturaleza ni cuál es la contradicción principal en Nuestra América (que como nos enseña el pensamiento nacional es la oposición entre el pueblo que es la Patria y el contubernio oligárquico-imperialista). Esas descalificaciones se hacen desde una supuesta objetividad ajena al barro de la política, pero en verdad estos cientistas sociales también tienen posiciones políticas. Este discurso de la objetividad y la neutralidad ni merece ser tomado en serio. Todos tomamos partido y nos comprometemos: el asunto es de qué modo y con qué proyecto.
Si cuando empecé la facultad nos revolcábamos en un mismo lodo todos manoseados, hoy en América Latina estamos metiendo las patas en la fuente. ¡Vaya si cambiaron el país y la región en estos últimos 8 años! ¿Quién hubiera imaginado la existencia de la UNASUR? La situación es completamente distinta: empecé cuando rajábamos los tamangos buscando ese mango que nos haga morfar y terminé a fines de 2009, cuando comenzó a implementarse la medida de inclusión de social más importante de los últimos 50 años: la Asignación Universal por Hijo.
No puedo obviar que estamos recibiendo el diploma en un año bisagra en el que se deciden cosas importantes para el destino de todos. En este 2011, se enfrentarán en las urnas los dos proyectos de país que vienen enfrentándose en las calles desde el 25 de mayo de 1810.
Hoy, junto con la conquista de grados importantes de soberanía política, independencia económica y justicia social, se está dando una batalla cultural como nunca antes había ocurrido en la historia argentina. Así lo demuestran, entre muchas otras acciones, la Galería de los Patriotas Latinoamericanos en la Casa Rosada, el recuerdo de un hecho silenciado como los nefastos bombardeos a la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955, y la reivindicación de la batalla de la Vuelta de Obligado. Fue precisamente el 20 de noviembre pasado cuando Cristina Fernández nos convocó a liberarnos de las cadenas culturales que              -según dijo- nos dominan de una forma más profunda y más dañina que los cañonazos. Esta batalla cultural que se está dando en la sociedad, también se está filtrando por las ventanas de la universidad. Tal es así, que por esas paradojas mi última materia fue un seminario que se realizó un solo cuatrimestre a cargo del pensador militante de la izquierda nacional Norberto Galasso. También he cursado materias optativas a cargo de algunos de los referentes antes citados. Por eso, tengamos el coraje para que en esta nueva etapa histórica todos estos debates no queden recluidos en materias opcionales ni se cuelen por la ventana: que entren por la puerta grande.
Para ir cerrando, quería decir que no me siento un intelectual ni un pichón de intelectual, pese a que para estar diciendo estas palabras tengo que haber hecho algún mérito académico. Sin embargo, no tengo   (o espero no tener) la vanidad del intelectual. Es muy difícil apearse o deshacerse de esas pretensiones y ser más humilde. Es algo que cuesta mucho a los que asisten a las universidades, reconocer que aquellos que no estudiaron una carrera o que no terminaron el secundario tienen un conocimiento tan legítimo como el académico, y tal vez con una ventaja: seguramente no está atravesado por el coloniaje cultural. Por eso el pueblo no se equivoca en las encrucijadas políticas, y en cambio vemos pasarse para el otro lado a los intelectuales. Así fue en el 16 y en el 45, aunque ahora este desencuentro se está revirtiendo. Sin embargo, a lo largo de la mayor parte de la historia argentina ha existido un divorcio entre los intelectuales consagrados y el pueblo, pero eso no debe llevarnos a pensar que existe un divorcio entre pueblo y cultura, porque hay dos culturas: la popular que es auténtica, y la importada que desprecia el hecho nacional.
Por eso no me siento un intelectual ni aspiro a serlo, porque puesto en la encrucijada, digo lo mismo que afirmaba el gran pensador nacional Arturo Jauretche: “Me basta y estoy cumplido si alguien cree que soy un hombre con ideas nacionales. Entre intelectual y argentino, voto por lo segundo, y con todo”.
Muchas gracias.
Javier Scheines

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